Por Andrés Jiménez Suarez
¿A quién se dirige quien escribe un diario íntimo? La respuesta podría parecer más que obvia, pues, aquellas palabras parecen no poder tener otro destino que volver a quien las ha escrito, como en un efecto de búmeran. Sin embargo, este mecanismo de expresión íntima puede provocar en su autor un desdoblamiento y aquél que ha hablado, ése que ha tomado la palabra, visto después de un breve o prolongado lapso de tiempo, se nos aparece como alguien desconocido. Aquél que escribe en el diario se impone sobre el otro que regularmente somos y ese ser extraño nos deja ver a través de aquellos gestos, que a veces parecen irreconocibles, el verdadero yo.
Claro que no hablo en serio cuando digo el verdadero, como si fuera éste el que es y el único que debería ser; pues podemos corroborar que el sujeto no es un ente coherente y absoluto. Me refiero con esto al otro que también somos, siendo nosotros entidades cambiantes que terminan por parecer un conjunto complejo de posibilidades diferentes que habitan un solo cuerpo y que eventualmente se transforman. En la película de Ana María Salas, Frente al espejo (2009), un diario que comprende casi tres años de la vida de su realizadora (2002-2005), se puede observar una exploración personal que eventualmente manifestará un interés por la intimidad y las prácticas del individuo en ese espacio que no se rige bajo las leyes del mundo exterior.
El diario, que comienza por una estadía temporal en Francia que más tarde se prolonga debido a ser recibida en París VIII para realizar estudios en Filosofía, parte de una idea sencilla y casi natural por su formación en la Escuela de Cine: registrar con la handycam que le ha regalado su padre, el espacio que le ha correspondido ocupar en París. Ana titula con su voz cada grabación con la fecha actual, tapando con su mano el objetivo de la cámara y luego convocando la imagen del día a través de la luz: un par de zapatos en la entrada, unas cortinas agitadas suavemente por el viento, unas rosas marchitas o una fotografía con la que decora su habitación y en la que aparece su madre, siendo apenas una joven, acompañada por un muchacho.
Pero pronto las paredes que la rodean se transfiguran y su intimidad termina por desbordarse y abarcar todo el espacio del pequeño departamento de nueve metros cuadrados: todo lo que hay en él es ella misma, es el pequeño conjunto de aquellas imágenes interiores de las que le habla su madre; la imagen que expresa lo que Ana siente en cada presente que graba y lo que piensa cuando lo hace.
Esta práctica no es en absoluto extraña para la realizadora, quien desde pequeña lleva diarios escritos y ahora ha encontrado en la imagen una nueva posibilidad expresiva. Uno de los objetivos manifiestos en la obra es buscar lo particular del diario audiovisual y lograr darle a ambos componentes, la imagen y el sonido, una importancia similar. Los diálogos con ella misma o con su amiga no son predominantes, aunque le otorgan al relato, tan elíptico y aparentemente arbitrario, unos puntos de interés y tensión bastante significativos, que hacen reposar un poco el ejercicio contemplativo y reflexivo de la obra. Pero ella misma no se obliga a desarrollar ninguna anécdota por completo (p.e. la llamada de su madre para concertar un encuentro con un viejo amor de París o los pormenores de su relación con Thomas).
Es justamente esta libertad lo que es tan llamativo en su trabajo: no hay obligaciones, no hay compromisos, no hay metas; se trata de una autoexploración genuina, un ejercicio autoetnográfico, que pretende ser libre dentro de sí mismo y no regirse por leyes fútiles. Ni siquiera se obliga a grabar continuamente; es un acto espontáneo que no puede ser forzado y puede suspenderse por largos períodos de tiempo.
Intertítulos, ralentizaciones, fotogramas detenidos de forma abrupta, un cuidadoso diseño sonoro que provoca contrapuntos o que, por el contrario, no hace referencia alguna a la imagen y reclama autonomía. Los elementos no trabajan en conjunto hacia una dirección comprensible y única, pero sí dan cuenta de una reinterpretación de este material personal y el propósito de otorgarle a cada parte un valor único en el momento del montaje.
Al momento de grabar, no se ha pensado en un espectador, sino en la experiencia misma del registro y este hecho justifica la cohesión fluctuante de todo el conjunto. Ahora cabría señalar las imágenes que enseñan el cuerpo desnudo de Ana María, sus gestos, sus ojos o los pliegues de sus manos, pues allí se encuentran rastros de franqueza en esta práctica personal. Allí aparece esa vida secreta, esa vida privada constituida por breves encuentros personales con el cuerpo propio que no le pertenece a nadie más que al individuo.
Este diario revela un interés por observarse tan de cerca hasta transformarse, de manera repentina, casi en objeto, en una materia que merece ser minuciosamente examinada o con la cual puede experimentarse (ingiriendo alcohol o registrando los juegos de luz y sombra sobre su piel). Hacer todo esto hasta recobrar esa comunión entre alma y cuerpo, que ella misma, mientras viaja en el metro parisino acompañada por su mejor amiga, confiesa haber perdido tiempo atrás.
Esta necesidad de correspondencia trasciende el factor corporal y se manifiesta en sus conversaciones a solas, frente al lente de la cámara: ser genuina, no fingir, no posar, conseguir la más pura forma de expresión verbal, permitirle a ese doble que escribe en su diario aparecer y poder registrarlo. Sin embargo, Ana María reconoce que este objetivo se dificulta con la presencia de la cámara: en una ocasión, cuando se muda de habitación, intenta múltiples veces registrar una conversación consigo misma al respecto, pero ésta no puede iniciarse debido al problema que supone hacerlo de manera genuina y todo termina por convertirse apenas en un silencioso autorretrato en ese nuevo espacio.
Algo interesante es la última escena en que ella misma habla sobre su diario, desde un lugar que parece posterior pero en realidad es anterior a todo lo que ha visto el espectador. Es ese instante el lugar desde el cual se conforma la forma del discurso del que hemos sido testigos. En este último diálogo en francés, se revela la última capa que hacía falta: la lengua de su otro yo, que no corresponde con la materna pero sí con la de su vida secreta: se habla a sí misma en francés la mayor parte del tiempo, pero hasta este momento ese instinto se expresa de forma concreta, se materializa para repetirse en voz alta que ese diario es suyo y de nadie más y que no puede permitir que alguien distinto a ella determine cómo debe ser ni las razones que justifiquen su creación.
Frente al espejo (2009), Ana M. Salas, película completa:
Un trabajo interesante por parte de Salas, que tiene cabida en obras como las de Mekas o de ese "género" denominado autorretratos fílmicos, interesante entrada
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