(Articulo realizado en el marco del IX Taller de Crítica y Periodismo Cinematográfico - Encuentros Cartagena 2015)
Por Santiago Ardila Sierra
Lima, un museo, el
desierto, otro libro, fin. Así es El
elefante desaparecido, un filme de bloques desunidos que intenta, a partir
de la confusión que genera, mantener la atención del público.
La trama es, en esencia,
sencilla: un thriller en donde se relata la historia de un escritor de
policiales y el nuevo misterio —mitad real, mitad literario— que intenta
resolver. En el proceso, el protagonista se encontrará con una serie de sucesos
violentos que lo llevarán a descubrir la verdad de su caso y su vida. Sin
embargo, la manera en que es tratada la película desvía su credibilidad y poco
a poco se hace totalmente ininteligible.
Sucede que a cada momento
el personaje principal se enfrenta a nuevos retos, pero ellos mismos rompen el
pacto de confianza con el espectador: la verosimilitud se pierde cada vez que
se aborda una nueva pieza del rompecabezas. Sin contar el
desarrollo de la película, el inicio y el final son poco congruentes con lo que
intentan decir, pues pasan de un realismo arraigado en el acaecer de los hechos
a un desenlace ajeno e irracional. Por supuesto, es lícito que existan desenlaces con sorpresas,
siempre y cuando cada una de las subtramas quede bien cerrada y, así, se pueda
dar paso a un final capaz de romper con todos los esquemas tradicionales. Pero
en este caso no ocurre así; cada una de las subtramas se recarga continuamente
en el clímax y este debe encargarse de concluir, de una sola estocada, las
dudas del público.
Y de haberlo hecho, la película
hubiese sido sustancialmente mejor. Porque, eso sí, la maraña que presenta es
capaz de sostener gran parte de la trama y mantener en vilo al espectador, pero
su baja capacidad de solucionar los problemas que plantea la convierte en una
película sosa y, en varios momentos, desesperante.
Pero ¿por qué utilizar una
palabra tan agresiva? Porque desde el principio se entrega una película que
sobreexplota los recursos del cliché y los lugares comunes; cabe aclarar que,
en sí, estos recursos son buenos en la medida en que pueden hacer más universal
la historia, aunque abusar de ellos la vuelve ridícula e involuntariamente
cómica. Y hay que tener especial cuidado cuando se trata de componer un guión
en el que el personaje principal es escritor policial, porque tal sujeto cumple
el arquetipo mencionado, aún más en un thriller.
Edo Celeste (Salvador del
Solar), en este caso, se malogra como escritor, pues la forma en que cuenta las
historias es irrisoria. Es decir, no puede existir una serie de bestsellers en
donde cada uno de sus relatos contenga frases como “subió unas escaleras tan
retorcidas como sus intenciones”; simplemente no es profundo, como trata de
mostrarse, y se convierte en una serie de futilidades.
Existen, en efecto, varias
historias en donde este tipo de personajes se desarrollan con mayor grandeza
como, por ejemplo, Juan José Campanella en El
secreto de sus ojos, que ubica a Benjamín Espósito (Ricardo Darín) como
escritor de novelas pero el director, como escritor de guiones, no se embarca
en un mundo en el que podría quedar mal parado, como lo es aquel género.
Incluso en este mundillo, los mismos escritores intentan exponer por otros
medios la grandeza de sus personajes literatos; el turco Orhan Pamuk y su libro
Nieve son un gran ejemplo, pues se convence
al lector de la magnitud poética de Ka, el personaje principal, pero jamás se
enseña uno de sus escritos. En el caso de El
elefante desaparecido, el guionista y director Javier Fuentes-León celebra
a un excelente escritor, pero son muy pobres los pocos textos que el público
alcanza a vislumbrar de Edo.
No obstante, en la película
es una idea inevitable presentar la obra del personaje escritor, pues esta
misma es quien se encarga de cohesionar el relato. El mismo título se basa en
una pintura que no oculta su parecido con una de Salvador Dalí, Gala contemplando el mar mediterráneo,
cuadro que son dos al mismo tiempo: la musa del figuerense y el retrato del
mártir estadounidense, Abraham Lincoln. Y la película intenta ser como su
pintura homónima, que a su vez pareciera esforzarse en ser como la de Dalí: la
unión de retazos (los textos de Edo) que forman una sola figura homogénea. Sin
embargo, jamás se da la tan anhelada unión, ya que los cuadros no se enganchan
ni se corresponden orgánicamente. Al final solo queda un sinsabor dramático... un suspiro y las
ganas de abandonar rápidamente la sala.
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