lunes, 27 de noviembre de 2017

Un lugar en el mundo

Por Andrés Suárez

«Señor, yo sé que Tú estás aquí y Te estoy diciendo con mi corazón: 
Padre lindo, ya no quiero estar sola»


En una región con un fervor religioso en muchas ocasiones nocivo y una idiosincrasia machista aparentemente implacable como lo es Latinoamérica, es interesante señalar el crecimiento paulatino de un corpus de obras cinematográficas que han centrado su atención en personajes con identidades de género disidentes. Solo para evitar una confusión común: no me refiero con esto a las películas protagonizadas por hombres gais o mujeres lesbianas, pues hablo aquí de identidades de género y no de orientaciones sexuales.

El número y la calidad de las obras que recientemente se han interesado en retratar las experiencias vitales, los cuerpos y los conflictos enfrentados por personas trans en nuestra sociedad son significativos. Basta con mencionar documentales como Quebranto (Roberto Fiesco, 2013) y El hombre nuevo (Aldo Garay, 2015), obras híbridas como Naomi Campbel (Nicolás Videla y Camila José Donoso, 2013) y La noche (Edgardo Castro, 2016), o el más reciente largometraje de ficción de Sebastián Lelio, Una mujer fantástica (2017), para darse cuenta de la relevancia y los matices que han adquirido estos personajes en los últimos cinco años.

Precisamente a este conjunto de obras se suma el más reciente documental de Rubén Mendoza, Señorita María, la falda de la montaña, estrenado mundialmente en la versión 57 del FICCI, donde obtuvo el Premio a Mejor Director de la Competencia Colombiana, y que, por méritos semejantes, fue galardonado en la 28° Semana de la Crítica del Festival de Locarno. Sin embargo, a pesar del potencial diálogo entre ellas, estos títulos también conducen a revisar las filmografías locales y descubrir así, sin gran asombro, que en países como Colombia, donde son más numerosas las ausencias y las deudas en los diferentes medios de representación, estos personajes no han ocupado un justo lugar, por lo que el estreno comercial del documental de Mendoza podría constituir un hito en nuestro país. 

En la ficción han sido tan secundarios e insuficientes papeles como el de Gabriel(a) en La Estrategia del Caracol (Sergio Cabrera, 1993) o el de Sol en Buscando a Miguel (Juan Fischer, 2007), ambos interpretados por actrices profesionales, que es mejor dejarlos de lado y celebrar la mirada afectuosa y los personajes entrañables de Mila Caos (2011), un cortometraje de ficción realizado en Cuba por el director colombo-alemán Simon(e) Jaikiriuma Paetau. 

Este pueblo necesita un muerto (2007)
Así pues, resultan significativos, aunque igualmente aislados, los cortometrajes documentales que conforman hasta ahora un breve conjunto de obras colombianas protagonizadas por verdaderos hombres y mujeres transgénero: El papi (Andrea Méndez, 2016), Alén (Natalia Imery, 2014), Soy negra, soy marica y soy puta (Cas van Der Pass, Hugo Meijer, 2012) y Este pueblo necesita un muerto (Ana Cristina Monroy, 2007). El documental o los dispositivos propios de este parecen ser capaces de dar cuenta de la lucha permanente de estos individuos contra el mundo que los rodea: diez años después, resuenan en Señorita María los testimonios registrados en el último de esos trabajos. Una mujer de origen campesino nacida en el cuerpo de un hombre, obligada a rebelarse, a través de un nombre nuevo y las prendas con que viste ese mismo cuerpo, y resistir: una fuerza femenina que reclama un lugar en un mundo hostil cuyas reglas le impiden ser amada y aceptada sin reparos.

La expectativa de vida promedio de las personas trans en Latinoamérica no supera los 35 años de edad, por eso es comprensible que Mendoza se hubiera sentido sorprendido al saber que la Señorita María ¡aún estuviera viva!, que nadie se hubiera atrevido a atentar contra su vida, ni siquiera ella misma, y esto lo motivó a emprender la filmación de un documental que solo pudo concluir 6 años después, tal como lo afirmó en un diálogo con los asistentes de la primera proyección en el Festival de Cartagena. 

Alejados de los caóticos contextos urbanos donde abundan las (sobre)explicaciones teóricas y la violencia perpetrada muchas veces por actores oficiales, la belleza y el discurso de la señorita María adquieren una serenidad y una naturalidad evidentes. Diariamente, esta mujer ordeña, recolecta agua del río, siembra la tierra y cumple oportunamente y con devoción los compromisos de su iglesia. Y además, sueña con dar a luz a un hijo y convertirse en madre. 

La manera en que Mendoza lleva a cabo las entrevistas en las que oímos sus intervenciones, en apariencia toscas, parece corresponder a la espontaneidad de un personaje que responde a sus preguntas con igual transparencia y franqueza, y que, en lugar de exponerla o cuestionarla, termina por reafirmar la fe de María Luisa como otro de sus dones. Pero en medio de la aparente tranquilidad de las silenciosas montañas que la rodean, también es sugerida y eventualmente revelada su gran soledad: la muerte de su madre, que en realidad era su abuela; una historia familiar llena de vacíos afectivos e informaciones ambiguas, un entorno que sigue poniendo en duda su verdad y una enfermedad que le ha impedido desde pequeña vivir una vida normal. En su historia también se cuelan las bases de una sociedad rural (y nacional) que ha aceptado históricamente los abusos y la disminución de la mujer, confinándola a la vida doméstica y poniendo límites al sentido de su rol en la sociedad. Una violencia reproducida incluso por las mismas mujeres de su familia y sus vecinas que, salvo por una de ellas, parecen incapaces de relacionarse con María a través de otro sentimiento que no sea la lástima o la caridad. 


Son dos los elementos comunes entre Señorita María y los otros trabajos colombianos mencionados. En primera instancia, el reconocimiento de un nombre nuevo: María Luisa Fuentes Burgos es el nombre que ella misma se ha dado y con el que firma un formulario para tramitar su cédula de ciudadanía. Este es el reconocimiento oficial de su identidad, la confirmación legal del lugar que ella ha decidido ocupar. Por otro lado, en todos ellos se reitera una carencia afectiva profunda: «Señor, yo sé que Tú estás aquí y Te estoy diciendo con mi corazón: Padre lindo, ya no quiero estar sola», con aquellas palabras María Luisa expresa la soledad a la que parecen condenadas ella y las personas como ella en una sociedad que, entre sus múltiples contradicciones, tan solo puede ofrecerles el consuelo del amor incondicional de un Dios, que, naturalmente, nunca es suficiente. 

La mayor virtud de este documental es la empatía que Mendoza logra transmitir en el público: ofrece el retrato de una mujer (sin comillas ni cursivas) que confirma la necesidad de construir una sociedad que acoja la diferencia y sea capaz de encontrar en ella la posibilidad de enriquecer y ampliar la diversidad humana. Es urgente que obras como esta (y las otras mencionadas aquí) circulen no solo en las salas comerciales y alternativas, sino a través de todos los medios y en el mayor número de espacios posibles, pues pueden contribuir a alterar un “orden” que solo ha provocado exclusiones y la protección de una visión miope, incompleta, violenta y unívoca del mundo que no da cuenta de su verdadera complejidad.


Tráiler de Señorita María, la falda de la montaña:

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