martes, 21 de julio de 2015

La tierra y la sombra: Qué verde era mi Valle

Por Camilo Villamizar Plazas

La tierra y la sombra de César Acevedo es la topografía emocional de una familia colombiana. El espacio en el cual se ambienta, un inacabable cañaduzal que se extiende hasta el horizonte, es al mismo tiempo una denuncia de lo que los ingenios azucareros han hecho con el paisaje del Valle del Cauca y una metáfora visual del estado emocional en el cual se encuentran los personajes: invadidos por un océano de sentimientos contenidos que amenazan con hacer combustión en cualquier momento y cubrirlos por completo entre sombras y cenizas. Se trata de un cáncer, de una enfermedad.


La película, bellamente fotografiada por Mateo Guzmán y cargada de la ya característica dirección de arte de Marcela Gómez (siempre sutil, siempre íntima y que construye un universo de objetos significantes que no son arbitrarios), es un poema visual que construye con gran plasticidad un paisaje que más que geográfico es puramente emocional. Cada plano, cada imagen de la película, supera sus límites narrativos y busca convertirse en una imagen evocativa, casi en un momento sagrado que el espectador tiene la fortuna de poder presenciar. Esa es probablemente la mayor virtud de La tierra y la sombra: su capacidad para extraer del conjunto personaje-espacio significados que desbordan su pequeña trama.

Pese a que las referencias más obvias y palpables de este filme la ponen en dialogo con la obra del gran autor ruso Andréi Tarkovski, personalmente la película resuena mucho más con una de las obras maestras de uno de los grandes poetas olvidados que ha visto el cine en su breve historia: Qué verde era mi valle (1941) de John Ford. Esta película trata con muchos de los mismos temas que La tierra y la sombra; una familia se descompone en un pequeño pueblo en Gales en el cual una mina de carbón cubre progresivamente las verdes praderas con hollín. El tono de las dos películas es muy distinto, pero dos grandes similitudes las conectan. Primero que nada, en ambos casos la descomposición familiar viene acompañada de una decadencia física del entorno, una representación palpable del sufrimiento. La segunda es la manera en que ambas películas apelan en sus imágenes a un pasado idílico, un campo primigenio que por fuerza del progreso industrial se ha convertido en un paraíso perdido.

El protagonista de Qué verde era mi valle, un niño que pierde la inocencia a lo largo del relato, inicia la película con las siguientes palabras: “Empaco mis pertenencias en el chal que mi madre usaba para ir al mercado. Me voy de mi valle. Y esta vez, no he de retornar.”. Acevedo, partícipe de una corriente del cine moderno que practica una economía del lenguaje, logra conjugar con su delicada dirección el mismo sentimiento de nostalgia y abandono: el retrato de un caballo, una cometa roja, un helado que hay que proteger del polvo o la constante alusión a unos pájaros que nunca llegan, son remanentes de un pasado al cual los personajes se aferran y que al final se ven obligados a abandonar. 


A través de una puesta en escena que privilegia la ternura en su mirada de esta familia y su mundo, la película logra enunciar un conflicto violento de manera similar a como lo hizo en el año 2010 Oscar Ruiz Navia en El vuelco del cangrejo. En ambas películas el conflicto social colombiano está connotado, es un telón de fondo sin el cual sería imposible comprender la historia que se está contando. Sin embargo, a diferencia de El vuelco..., en donde la violencia parecía estar a punto de explotar en cualquier momento entre los personajes; La tierra y las sombra opta por un camino distinto: la metáfora. El clímax de la película es la representación que Acevedo acertadamente hace de la violencia que ha obligado a tantas familias campesinas de Colombia a irse del campo, es la personificación de una fuerza antagónica que aparece de tanto en tanto, encarnada en cosas como el tren cañero.

La tierra y la sombra no teme a apuntar con el dedo a los autores intelectuales y materiales del desgarro que vive la familia que protagoniza su película, pero tiene la inteligencia de hacerlo con una sutileza y una belleza que seguramente le permitirá permear incluso a espectadores que usualmente prefieren un cine despolitizado. Los ingenios azucareros son en La tierra y la sombra la personificación de las locomotoras santistas y de la maquinaria neoliberal que atropella sin miramientos a todo aquel que se atraviesa en su camino. Y al igual que en la película de Ford, César Acevedo pareciera proponer que precisamente lo único que es capaz de sobrevivir y prevalecer a la debacle es esa ternura primigenia que presenta a lo largo de todo el film. 

Es muy posible que la película adolezca de ingenuidad. Vale la pena que el espectador se pregunte, una vez vista la película, si el paraíso perdido del campo colombiano realmente existió o si es una imagen mental colectiva que ha surgido como respuesta a un siglo de desgarros nacionales similares a los que viven los personajes de La tierra y la sombra. Si es así, la película de Acevedo sigue saliendo bien librada en la medida en que, como ya se dijo, su universo es el de la metáfora y las emociones, no el del realismo histórico. Pero sí resulta importante que el cine colombiano, que en los últimos diez años se ha volcado hacia lo rural con tanta fuerza, se pregunte seriamente por cuál es el campo que se está retratando y se cuide de romantizarlo demasiado.

Finalmente, no puedo dejar de reiterar lo importante que es el trabajo de Marcela Gómez en esta película y cómo resalta entre el de un conjunto de artistas y artesanos que evidentemente estaban inspirados a la hora de hacer este film. La tierra y la sombra es una película nostálgica, y sí, adecuadamente lenta; es también una película en la cual el ímpetu narrativo no es protagonista, pero que premiará a aquellos espectadores que sepan disfrutarla con un placer que ninguna película extranjera y muchas películas colombianas no ofrecen: la sensación de que en ella se representan con respeto y belleza muchas de las cosas que los colombianos sentimos y experimentamos a lo largo de nuestras vidas.



Lea el texto publicado el 23 de Julio en la Pajarera del medio por Pedro Adrián Zuluaga aquí.

Tráiler de la película que estrena el 23 de Julio en salas comerciales:

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