jueves, 30 de julio de 2015

El club: Los juicios secretos (IndieBo2015)

Por Andrés Jiménez Suárez

Y vio Dios que la luz era buena, y separó a la luz de las tinieblas

Génesis 1: 4

La más reciente película del chileno Pablo Larraín, El club, galardonada con el Gran Premio del Jurado en el 65° Festival Internacional de Cine de Berlín (Oso de Plata), es una de las veinte películas hispanoamericanas que conformaron la Sección Encuentros del IndieBo 2015.


El filme relata la historia de cuatro sacerdotes y una monja que conviven en un pequeño domicilio en la alejada población de La Boca, cuya tranquilidad se ve amenazada por un acontecimiento trágico que llama la atención de la Iglesia y parece ser la oportunidad para clausurar de forma permanente esta mal llamada “casa de retiro”; pues, en realidad, se trata de un lugar de confinamiento a donde van a parar presbíteros acusados de cometer actos indecorosos (que no delitos, pues ese es un término acusatorio utilizado por la ley de los hombres que, aparentemente, jamás debería usarse en contra de ninguno de los integrantes de esta comunidad).

La vida de los reclusos corre lánguidamente en rutinas anodinas donde el mayor interés apenas radica en el entrenamiento de un perro de carreras que han adoptado. Aun cuando las secuencias iniciales describan los hábitos de unos viejos jubilados, desde un comienzo la película aparece extraña, pesada y lúgubre ante el espectador. Es por esto que su atmósfera podría evocar las de otras dos del mismo director: Tony Manero (2008) y Postmortem (2010). En términos argumentales, los tres largometrajes son atravesados por una intención consciente o inconsciente de sus personajes de negar la realidad que los rodea y cuyo propio mundo se ve enormemente afectado por la obsesión, el miedo o la locura.

Aquello de lo que no se debe hablar transita por el aire de aquella casa y todos evitan nombrarlo en voz alta: la culpa. Pero con la llegada de un supervisor de la Nueva Iglesia, el padre García, los habitantes de la casa se ven enfrentados a la obligación de tomar conciencia sobre los hechos que los han llevado hasta allí: ¿cómo es posible el sosiego con el que sus vidas transcurren cuando estos hombres han sido señalados de pederastia, de colaborar con la dictadura militar o de entregar en adopción de forma irregular a niños recién nacidos? 

El club, estrenada en salas de su país un mes después que El bosque de Karadima de Matías Lira (basada en los crímenes cometidos por el sacerdote Fernando Karadima, denunciados hasta hace unos años), pretende cuestionar junto con este otro largometraje la manera como la Iglesia enfrenta los señalamientos de tal naturaleza en contra de algunos de sus miembros: el silencio, la ocultación; a fin de cuentas, la impunidad.


La película, tal como lo hace Sandokán, uno de sus personajes cuyo cuerpo infantil fue abusado años atrás y marcado de por vida por un hombre como estos, arremete contra esta casita, alegoría de la institución eclesiástica, y cuestiona el silencio que proviene de ella. Larraín hace uso del poder que tiene como autor y no da lugar a mediaciones: la Iglesia descrita por él se compone solamente por sacerdotes mentirosos, cínicos, infantiles y manipuladores. El director apenas les otorga cierta ambigüedad que termina siendo el origen del humor negro y, sobre todo, del talante macabro que permea las palabras y las acciones de estos caracteres: entre su pasado y la imagen de estos hombres frágiles y olvidadizos y la dulzura del canto de la mujer que los cuida, existe una fuerte tensión que provoca reserva en el espectador. Esto se refleja formalmente en el uso de lentes anamórficos para deformar los rostros de los sacerdotes: su imagen parece cubierta por una bruma, una ligera neblina: la duda. Por otra parte, en términos argumentales, llaman la atención las normas que regulan el contacto entre estos hombres y el mundo exterior, las cuales parecen sugerir con gran astucia una identidad (¿vampírica?) potencialmente peligrosa.

Frente al encubrimiento de ese culposo pasado, solo queda el testimonio de las víctimas. Es así como, además de la exposición de la incapacidad de apropiarse plenamente de su violentada sexualidad, el lenguaje verbal utilizado por Sandokán es cardinal: las palabras pronunciadas a los gritos, sin ningún tipo de censura, nombrando el prepucio, la penetración anal, el pene y el semen por sus nombres, sin eufemismos; la letanía de los abusos cometidos en su contra cuando apenas era un niño y fue convencido de ser el elegido para “recibir la gracia de Dios”. Estas palabras y no otras se alzan contra la casita amarilla, poniendo en evidencia la terrible resistencia de estos hombres a que se hable de ellos, a enfrentar las acusaciones y a observar la fragilidad del manto protector/encubridor de su Iglesia. Así mismo, el cinismo con que hablan de sí mismos pretende atenuar la tragedia de las realidades sociales de las que han sido testigos estos hombres y la represión que ha sido ejercida sobre y por ellos mismos para conservar sus lugares en la santa comunidad, aun cuando éste sea en la pequeña cárcel que tanto temen perder.


El desarrollo argumental parece sugerir que los individuos afectados por estos actos, concluyen que la mejor manera de poder vivir con su historia es el sacrificio de los últimos símbolos de afecto para preservar el bienestar de la institución católica y así poder permanecer bajo el amparo de ésta, que parece más importante que su propia integridad. Los culpables y las víctimas son obligados a encontrar eventualmente un escenario extraoficial de alivio y reconciliación, pues su incapacidad de concebir el afecto desde otro lugar que no sea el cuerpo herido o la negación del mismo, restringe su porvenir hasta los muros que marcan el fin de su Iglesia, bajo las engañosas formas del pecado y la penitencia.

Larraín parece encontrar similitudes entre la impunidad promovida por la Iglesia y los crímenes cometidos por la histórica dictadura. En esta película y la anterior, No (2012), parece plantearse el problema que representan para estas instituciones, que pretenden regir el orden social, los medios de comunicación: la (ir)responsabilidad con que se exponen temas álgidos que procuran ser mantenidos en secreto o en el olvido. El cine se establece aquí como lugar de señalamiento y apunta al hecho increíblemente naturalizado de que la Iglesia, a través de eufemismos, desprecie los mecanismos judiciales y parezca bastarle solamente con separar las manzanas podridas de las que no lo están y esconderlas hasta olvidarse de su existencia; separar la luz de las tinieblas, tal como indica la cita del libro del Génesis, que sirve de preludio a las primeras imágenes de la película. Separar las tinieblas para que la verdad, estos crímenes secretos y los pactos de silencio permanezcan allí y no salgan a la luz.


Tráiler de la película:

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