miércoles, 2 de marzo de 2016

Cartas desde Rusia: En respuesta a El susurro de un abedul

Por Camilo Villamizar Plazas

La siguiente es una reseña disfrazada de epístola sobre una película epistolar. Se trata de una reacción no pedida y una interlocución respetuosa a una carta ajena que por cosas de la vida tuve la fortuna de interceptar y me cautivó y despertó un gran entusiasmo. Uno de los proyectos beneficiarios del Premio nacional Cinemateca para la circulación de documentales, el cortometraje documental El susurro de un abedul (Diana Montenegro, 14 min. 2015) es una carta hipnótica y bella que merece la atención de un público más amplio. 

Foto de El susurro de un abedul.

Bogotá, miércoles 2 de marzo de 2016 

Hola, Diana. 

Tuve en estos días la fortuna de toparme casi por accidente, durante el evento de cierre de la Cátedra Cinemateca 2015, con tu cortometraje documental El susurro de un abedul. Lo vi sin saber quién eres, sin saber de qué trataba, sin haber escuchado jamás acerca de él; como pocas veces tiene uno la dicha de enfrentarse a una película: sin ningún prejuicio. Tan pronto como terminó la proyección y las luces de la sala principal de la Cinemateca se encendieron supe que lo que acababa de ver me había suscitado tantas cosas que tenía que expulsarlas de alguna manera. Es por eso que me tomo el atrevimiento de escribir este texto, un texto que es una reseña pero que a la vez es una carta, una respuesta no solicitada a una epístola audiovisual entre una nieta y su abuela. Así las cosas, me pareció coherente con tu película, con su naturaleza personal y con la reacción visceral que me generó -lejos de la adecuada distancia que se le pide a un “crítico”-, escribir este texto dirigiéndolo a ti, del mismo modo en que, de forma accidental y oscura, tu película la sentí también dirigida a mí y a todos los que estábamos en esa sala.

Desde el primer plano, antes incluso de que una voz empezara a hablar en ruso, me sorprendió cómo sobre las imágenes ya se posaba un espectro, un eco lejano de las películas de Andréi Tarkovski, una pátina opaca que parecía interponerse entre mis ojos y las imágenes de un lago gélido en la lejana Rusia. Pasaron los minutos de la proyección y la sombra del maestro ruso se hacía cada vez más evidente, cada vez más consciente, como si el ojo detrás de esas imágenes estuviera en una búsqueda, en una cacería de imágenes que pudieran tener cabida en sus filmes, como si se pudiera conjurar a través del plano de una cabaña de madera en un campo florecido, la esencia de la mirada del escultor del tiempo. No se trata de una coincidencia, como tú misma lo revelas luego, sino de una curiosidad honesta y casi infantil: el propósito de tu viaje al otro lado del mundo, ese que te aleja de tu abuela Bertha, está impulsado por la necesidad de ir a buscar lo que vio un hombre del siglo pasado en una tierra distante. 

Y sin embargo, pareciera que no es en esa búsqueda del plano Tarkovskiano que encuentras el Tiempo del que hablaba el maestro, tu maestro, el que te fascinó al punto de querer ir a buscarlo. Viendo el documental, escuchando esa voz en ruso que añora el sonido de la reja del antejardín de la abuela en Cali, viendo cómo buscas en la imagen de cada lugar algo que te recuerde a casa, ahí me doy cuenta de que fue en esa distancia y en la ausencia de tu abuela, en donde encontraste al Tiempo, tu Tiempo. La epístola que compusiste para tu abuela se me presentó entonces como una elegía al tiempo perdido, un tiempo que revela su inexorabilidad a través de la condición insalvable de la distancia geográfica, esa que te impide estar ahí para tu abuela cuando está enferma o cuando es feliz o cuando simplemente es. Esos momentos de tiempo que te pierdes por causa del espacio son los que logra capturar tu película en toda su ausencia, son la masa de la cual está compuesta tu escultura. 

Vi también, oculto a simple vista, a otro gran maestro en tu película. Vi en esa necesidad tuya de buscar a las babushkas rusas y hacerlas posar con la foto de tu abuela, en el escrutinio profundo que haces de sus rasgos, de sus miradas, un intento por valerte del cine para salvar la distancia geográfica, esa distancia que tu sientes como un desgarro a causa de la ausencia. Como si estuvieras tratando de hallar en ellas las semejanzas existenciales que se sobreponen y rebasan a las diferencias culturales, miras a esas mujeres que sobrevivieron a la guerra como si hubiera en ellas algo de tu abuela Bertha. Es así como al recorrer con mi mirada los rostros eslavos de los niños rusos que posan para tu cámara reconocí el espíritu de Sans Soleil de Chris Marker y a los tres niños islandeses cuya imagen hipnotizó al director. Vi una mirada (la de tu cámara) reconocerse en otra mirada (la de los niños). Miradas ajenas y propias, lejanas y adyacentes. 

Fotograma de Sans soleil de Chris Marker.

De este modo, si la distancia hace que el tiempo con su naturaleza sucesiva se nos escape de las manos como el agua, si tu decisión de migrar a Rusia a estudiar y a perseguir el fantasma elusivo de tu director amado te hizo no estar allí para tu abuela, fue porque así lo quisiste, así lo aceptas. Pareciera que creyeras que solo el cine, solo esa mirada que busca en la mirada del otro algo que esté fuera del tiempo, pudiera devolverte, transfigurado, lo que no viviste, lo que no vivirás. ¿Es acaso el cine al mismo tiempo un lamento por el tiempo perdido y la única herramienta para su posible redención? 

La elección consciente de hacer de El susurro de un abedul una epístola audiovisual leída en otro idioma, con otro alfabeto, por otra voz me pareció fascinante. Chris Marker inventa para Sans soleil el personaje de Sandor Krasna y elige una voz femenina para leer sus cartas de viaje en una negación de la cualidad testimonial de las imágenes que componen el discurso de su filme; esas imágenes nos revelan su verdadera condición cuando entran en “La zona”, un sintetizador llamado así por aquel lugar en el Stalker de Tarkovski en el que la realidad se rompe y en donde reposa una habitación que concede los deseos de quien entra en ella. Tú tomas distancia y dejas que otra voz hable desde lejos, desde la distancia de una lengua extranjera que tu abuela no entendería. Me pregunto si esa decisión busca, del mismo modo que el sintetizador, el falso narrador de Marker o “La zona” de Tarkovski, decirnos algo sobre la inaccesibilidad de ese tiempo ausente, sobre la imposibilidad inherente a tu carta de ser por fuera de los límites inmediatos de su propia duración. 

Fotograma de Sans soleil de Chris Marker en el que se
muestra una imagen a través del sintetizador "La zona".

Fotograma de Stalker de Tarkovski en el cual se puede
ver la habitación que concede los deseos en La zona.

Algún indicio habrá en la elección de Marker de unos versos del poema Miércoles de ceniza de T.S. Eliot a modo de epígrafe en su película: 
“Porque yo sé que el tiempo es siempre tiempo
Y que el espacio es siempre sólo espacio
Y que es actual lo actual sólo en un tiempo
Y solo en un espacio” 
Que eligieras una iglesia para concluir tu película me dice que hay en ti una confianza en el cine como algo místico, algo similar a “La zona”, algo que puede concedernos el deseo de conjurar a viejos maestros del pasado y a abuelas y babushkas distantes, algo que puede abandonar el tiempo y ser, simultáneamente, puro tiempo. Eso es al menos lo que salí pensando después de experimentar tu película: que en las imágenes plácidas de esa iglesia, en el cine mismo, tú habías podido cumplir el deseo de recuperar a tu abuela, al menos por el efímero tiempo del cinematógrafo. 

Finalmente quiero decirte que tu película me hizo recordar muchas cosas, me sacó lágrimas que me hablan de partidas y de adioses, de ausencias que el tiempo me ha impuesto y que jamás podré recuperar por fuera del cine y de las imágenes. Tu película me hizo pensar en mis abuelos, en las fotos que tengo de ellos pegadas en el muro al lado de mi cama y que miro todas las noches antes de dormir; me hizo pensar que tal vez voy a cine para tratar de recuperar en la mirada ajena de tus babushkas rusas algo de mi propio tiempo perdido. Te dejo con un fragmento de Los caminos a Roma de Fernando Vallejo, un libro que cuenta la época en que el autor migró a Italia justamente para estudiar cine en el Centro Experimental, un fragmento que es a la vez un fragmento de una carta que él escribe dentro del libro, como tú, a su abuela que permanece en Colombia, perdida en el tiempo perdido: 

“Pero qué te estoy contando, abuela, a vos que sos de la tierra de los cámbulos que también pierden sus hojas aunque inocentemente, para vestirse, recatados, de mil flores amarillas. ¡Ay abuela, qué lejos están los cámbulos, qué lejos los arrayanes, qué lejos las araucarias, qué lejos estás vos, qué lejos está Antioquia! Allá en el filo de la cordillera donde levantamos a Manizales, una avenida de araucarias silenciosas lleva al cementerio de San Esteban: las araucarias silenciosas nos llevan al ataúd.
Abuela: meses van que no nos vemos y ésta es la primera vez que te escribo, para decirte que en este pantano de corrupción tú eres la flor de la inocencia, que es todo inútil, y que la larga carta que te estoy debiendo pensándolo mejor la rompo, mejor mañana bajo un cielo menos turbio te la escribo. Mañana, cuando vuelva la primavera…”
(Fernando Vallejo, Los caminos a Roma

Con todo respeto y lleno de gratitud por haber podido ver El susurro de un abedul

Camilo Villamizar Plazas 
Espectador y “crítico” 
Un corolario casi inevitable

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