viernes, 18 de marzo de 2016

La academia de las musas (o de cómo yo es otro) (FICCI 56)

(Reseña realizada en el marco del X Taller de Crítica y Periodismo Cinematográfico - FICCI 2016)

Por Johny Andrés Martínez Cano

Este texto fue gestado y escrito, en parte, en el Taller de crítica y periodismo cinematográfico ofrecido en el marco de la versión 
56 del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias. Además, se alimentó de los diálogos y discusiones sostenidos con varias personas durante los días que duró el Festival.
cínico, ca. 1. adj. Dicho de una persona: que actúa con falsedad o desvergüenza descaradas.
He escuchado de varias personas que han visto la película estos comentarios que reelaboro, reorganizo e incluso, quizás, reinvento: “parece un documental, pero es una ficción”; “es una película basada en hechos reales, pero no lo son”; “el filólogo se ve como un buen profesor, pero es un manipulador”. La ambigüedad, o la duplicidad, de absolutamente todo —del formato de la película, de su veracidad, de sus personajes y sus discursos, del mundo, en el fondo— parece el principio rector de La academia de las musas, de José Luis Guerín, director con una amplia trayectoria: En construcción (2001), En la ciudad de Sylvia (2007), Correspondencias (2011), por nombrar solo algunos títulos.


Entramos a este juego doble en el momento en el que inicia la proyección, pues resulta extraño que un largometraje que se cataloga como ficción en la competencia oficial del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias se presente como el registro audiovisual del experimento del profesor Raffaele Pinto en el Departamento de Filología de la Universidad de Barcelona. El uso de la cámara, sus encuadres y la actitud espontánea de aquellos que parecen ser grabados naturalmente nos hace sospechar: ¿estamos frente a un documental? Claro, el recurso de la ambigüedad no es nuevo, pero parece hacer que establezcamos un pacto con la película: todo lo que aquí se diga puede parecer una cosa, pero puede ser otra, al mismo tiempo. 

Y entonces, ¿quién es, en verdad, Raffaele Pinto? Es un filólogo, un profesor, pero también juega el papel del científico que experimenta e incluso, me parece, juega a veces el papel de cínico. Pinto les enseña a sus estudiantes, principalmente mujeres, el concepto de deseo y amor en un amplio espectro de la literatura, digamos, antigua. De su catedrática y sonora voz emergen nombres de la mitología griega, de los poetas provenzales, de los del dolce stil novo, como Dante, y de los renacentistas. Este armazón teórico y rimbombante le sirve como una especie de flauta de Orfeo: los atrae a todos (a todas, realmente) y los reúne en torno a su música. Su objetivo es claro: propone el rescate del concepto de deseo y amor que dichos escritores tenían para los tiempos presentes. Las mujeres, entonces, deberían comportarse como las musas antiguas y deben inspirar a los hombres.

Sin embargo, ya no vivimos en el mundo de los griegos, ni las musas son mujeres divinas, distantes, fuente inagotable de verdad, belleza y bondad. Pinto parece ignorarlo (o quizás es totalmente consciente, pero calla) y busca todavía a su musa clásica, sin que los lazos maritales se lo impidan. Algo que puede chocar a los espectadores es que sus estudiantes, formadas en las teorías feministas y culturalistas de las décadas tardías del siglo xx, parecen, muchas veces, ignorar esto también; por ejemplo, cuando se enamoran de un hombre. Ellas pueden mostrarse ingenuas, víctimas del melodioso discurso de su maestro; pero son, también, otras, representan la contraposición a Pinto (principalmente su esposa y la alumna que escribe un poemario), en muchos momentos logran poner su discurso en tela de juicio, criticarlo e, incluso, ridiculizarlo. Nosotros, los espectadores, también podemos ignorar que el mundo contemporáneo se rige de otra manera, ¡podemos creer que Pinto enuncia una verdad certera al pedir que un concepto clásico resurja en medio de la vida moderna! Pero ignoraríamos el pacto que hemos hecho con la película.


Por eso, en verdad, es la cámara la única decididamente consciente de que el mundo es otro. El uso recurrente de primeros planos de los rostros de los personajes permite captar aquellos momentos en los que la explicación teórica del catedrático se vuelve otra cosa; por ejemplo, una propuesta de adulterio (no es difícil adivinar quién es el casado y quiénes las amantes) o una defensa del mismo, una manifestación de celos o una condena de ellos. El filólogo no es solo un Orfeo, sino también un malabarista de la palabra. Así como las actitudes de los personajes, en uno y otro momento, son contrarias, el habla y la expresión facial también son disímiles: la cámara no ignora esto, es inquisidora. 

Están, también, los espacios negros, o baches, que se intercalan cada tanto en una misma secuencia; la presencia del micrófono en escena; la cámara grabando a los personajes a través de su reflejo en los espejos. Todas estas son formas de evidenciar el artilugio. La película parece decirnos que no hay que creerle a la misma película y, por consiguiente, tampoco a los personajes. Ambos van a convertirse en algo más o se van a revelar como otra cosa: el documental termina siendo una ficción y el perseguidor de las musas un infiel. Nadie encarna, de forma vehemente, un discurso específico. Todos son dos simultáneamente. No vemos, solamente, a un profesor nostálgico del sentido del amor de épocas pasadas enfrentado a un mundo que ha perdido dicho sentido, sino también a un adúltero consciente, a veces un cínico, un mentiroso.


Lo que he dicho no se trata, en verdad, de una visión moral sobre los personajes. Que sean dobles, ambiguos, mentirosos, no los hace propiamente malos, sino, principalmente, móviles, cambiantes. Como dijo su director en una entrevista: “La mutación, o el movimiento, es lo que más me interesa”. Lo constatamos: enfrentados a situaciones determinadas, los personajes alteran su actitud inicial, mutan en otros distintos a su primer yo.

Así, tanto la película como el experimento del profesor nos demuestran que la literatura, la ficción, incide en la vida y se confunde con ella, se acopla a ella. Entonces, si la vida moderna es duplicidad y ambigüedad, la ficción habrá de serlo también. Y viceversa. Si la vida es un gesto de cinismo, de desvergüenza en el mentir, de defensa de una teoría antigua que solo usamos para fines egoístas, la película habrá de ser cínica también en sus métodos. Desvergonzadamente nos mira (ella a nosotros) y nos dice: parezco un documental, pero quizás sea una ficción; parezco real pero quizás soy una mentira; Pinto cree en su teoría, quizás es solo un truco. 


Tráiler de la película:

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