viernes, 9 de diciembre de 2016

El Edén: Dos jóvenes errantes

Por Andrés Jiménez Suárez

Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.

ROMANOS, 5:12



A lo largo de los últimos años en Colombia, un amplio número de trabajos de ficción de corta y larga duración han cultivado y nutrido el género cinematográfico del coming of age—una categoría de historias que toman como protagonistas a jóvenes personajes que experimentan intensos o sutiles procesos de maduración y de paso a la adultez—, películas producidas por una significativa parte de la generación más reciente de realizadores de nuestro país. Bastará con mencionar cortometrajes que han circulado en mayor o menor medida como Sara (Ingrid Pérez, 2015), Los niños y las niñas (Sara Fernández & Juan Carlos Sánchez, 2014), Alén (Natalia Imery, 2014), Flores (Marcela Gómez Montoya, 2012) y Como todo el mundo (Franco Lolli, 2007), o largometrajes como Los nadie (Juan Sebastián Mesa, 2016), Carta a los marcianos (Agustín Godoy, 2015) y Los hongos (Óscar Ruiz Navia, 2014).

Alén de Natalia Imery
 Flores de Marcela Gómez Montoya
El paradigma universal de la creación a partir de lo que se conoce íntimamente ha hecho que las primeras experiencias románticas, el despertar de la sexualidad (disidente o no), las tensiones que tienen lugar al interior de los núcleos familiares, la constante búsqueda de un sentido de pertenencia, los cuestionamientos en torno a la construcción del yo y la pérdida natural o abrupta del hogar y los padres, sean explícitamente temas que ocupan un lugar central en algunos de los trabajos universitarios y profesionales de jóvenes realizadores que se exhiben hoy por hoy en diferentes escenarios a nivel nacional. Trabajos que, adicionalmente, se preocupan por dar cuenta de contextos sociales concretos y símbolos culturales precisos, pues con ellos el registro de estas experiencias, el (auto)retrato pretendido, puede cobrar un justo sentido. 

Este parece ser un gesto casi natural de una época donde han tomado gran relevancia los relatos en primera persona y la revisión crítica de los mitos familiares, y la autoetnografía ha brindado a creadores y artistas un espacio que posibilita el diálogo entre lo personal (interior) y lo cultural (exterior). Todo esto sumado a las condiciones actuales que han permitido que las nuevas generaciones, desde edades cada vez más tempranas, cuenten con acceso a equipos de grabación asequibles y tengan la oportunidad de ingresar a programas de formación audiovisual consolidados dentro y fuera del país. 

Se trata, pues, de obras en las que se puede identificar un énfasis en los códigos, hábitos y cuerpos de personajes adolescentes y en las que se presta especial atención a diferentes estilos de vida en contextos urbanos, pues estas historias se desarrollan principalmente en ciudades como Bogotá, Cali y Medellín (donde, cabe mencionar, se encuentran las principales escuelas de cine del país). A esto debe agregarse, como rasgo común, una búsqueda por la autenticidad y el naturalismo en estas representaciones de la juventud, lo que ha llevado a muchos de estos realizadores a trabajar con no actores o actores naturales, amigos cercanos o personas sin preparación actoral que han sido descubiertas tras largos procesos de casting—herencia de un modelo de producción con una larga tradición en Colombia.

Los nadie de Juan Sebastián Mesa
No sería justo reducir este conjunto de obras al resultado de una tendencia solipsista o narcisista de la clase media; esta idea eliminaría de plano la posibilidad de analizar y valorar estas propuestas. La adolescencia es un período caracterizado por la pérdida de la ingenuidad, es decir, la confrontación de lo que en la infancia había sido concebido como dado, como natural y que en esa etapa es cuestionado para provocar un reordenamiento intelectual. En esta medida, estas autorrepresentaciones parecen responder, consciente o inconscientemente, al abandono de una producción nacional dominante que ha puesto casi toda su atención en los espacios rurales y en personajes marginales con la intención de explicar(se) las causas, las consecuencias y la complejidad de la Violencia, postergando así la representación de otros grupos sociales que ahora encuentran fundamental reconocerse a sí mismos y producir imágenes propias a través del cine para confrontar y construir su propia identidad.

El Edén, de Andrés Ramírez Pulido, puede ser uno de los cortometrajes colombianos más relevantes de este año, pues desde su estreno en la sección paralela Generation de la 66° Berlinale, ha recorrido y obtenido importantes reconocimientos en escenarios como el FICCI, Busán, Palm Springs, Biarritz, Viña del Mar y Cali, y este mes se proyecta en el marco del 14° BOGOSHORTS como parte de la Competencia Nacional de Ficción, sección en la que también participan otros dos cortometrajes (Las tardes de todos los días de Miguel Vargas y Pichirilo de Daniel Sánchez) que pueden relacionarse claramente a este mismo corpus.

El paraíso bíblico al que hace referencia el título de este cortometraje aparece aquí transfigurado en un balneario abandonado. Una tarde, irrumpen en él dos jóvenes errantes quienes merodean con curiosidad por esa propiedad que, paulatinamente, es consumida por una vasta vegetación. Pero lo que comienza como una aventura pueril desemboca inesperadamente en una pérdida absoluta de la inocencia.

El Edén
Lo que hace que me detenga en él en particular es el hecho de que el retrato juvenil sea atravesado eventualmente por la tragedia. En este trabajo hay una continuidad en los intereses descritos aquí y, sin embargo, en él aparecen también nuevos elementos que nos llevan a pensar en un retorno a las narrativas de la Violencia. Un punto de encuentro entre dos polos que parecían opuestos.

En el texto que parece servir de prólogo a sus Cartas Luteranas, Pasolini evoca el misterio que en el teatro griego clásico comprende la condena anticipada de los hijos, esa ineludible responsabilidad de ser castigados por una culpa que les antecede y que marca el destino de esos «jóvenes infelices». Una marca semejante a aquella que la tradición judeocristiana ha denominado como el pecado original y por cuya esencia se cuestiona el autor italiano a lo largo de aquellas seis páginas a propósito de una juventud que, aunque con una amplia educación, parece desconocer las historias y los símbolos de quienes no pertenecen a su clase y solo reconocen una visión unívoca de la cultura.

A diferencia de muchos de los trabajos mencionados anteriormente, El Edén no transcurre en un ambiente citadino ni sus protagonistas son del todo extraños a este paraje provincial indeterminado. El interés por las experiencias juveniles se traslada a un contexto periférico y así los intercambios entre estos dos jóvenes nos permiten entrever lo que parece ocultarse en ese terreno. 

El espectador podría acompañar el deambular de estos personajes sin observar en el horizonte la promesa de un gran acontecimiento; sin embargo, desde los primeros minutos la atmósfera se refuerza por un soberbio diseño sonoro y el lugar se nos revela cada vez más hostil, más hipnótico y más peligroso. Los muchachos penetran en una zona prohibida y la narración, que avanza con conversaciones que aparecen cada vez menos deshilvanadas, nos hacen entender que allí, en ese paraíso del que ellos han sido expulsados antes de nacer por culpa de esos hombres que les preceden (los padres), ha ocurrido lo terrible, lo inefable. 


Es así como estos dos adolescentes sin nombre se transforman, de alguna manera, en esos hijos condenados. La muerte es una entidad ubicua en El Edén: el custodio del lugar que los toma por sorpresa y amenaza la vida de uno de ellos, el escorpión con el que juega el más tímido, la escopeta recortada que encuentran y con la que ambos disparan por diversión algunos tiros al aire. Pero también está presente en las historias que traen consigo: el padre de uno de ellos, que al parecer también fue reclutado en algún momento por grupos armados, ha sido asesinado y el hermano mayor y la madre del otro tampoco están vivos y este rinde tributo a su memoria a través de los tatuajes en sus brazos. Y sin embargo, este lugar también ofrece momentos de desenfado y espontaneidad: los jóvenes se zambullen en la piscina, trepan a los árboles, comen frutas que arrancan de las ramas y se prueban físicamente en riñas amistosas. En este paraíso inexistente incluso es posible de nuevo la comunión entre los vivos y los muertos, así estos últimos tan solo puedan manifestarse a través del canto de los pájaros y huyan despavoridos por los rugidos de las armas.

Cuando la violencia y la materialidad de la muerte, que hasta ahora había sido intuida, aparecen sorpresivamente ante los ojos de estos jóvenes, viene con ellas la pérdida de una inocencia, que, en cualquier caso, nunca fue más que ilusoria. Andrés Ramírez Pulido, al igual que Juan Sebastián Mesa, parece ser un realizador que comprende que estos ritos de paso no se desarrollan de forma aislada, sino que transcurren en un espacio y un tiempo específicos, y es capaz de hacer frente a esa Historia que, en determinados contextos, permea incluso la maduración y el paso a la adultez de algunos individuos: ahora estos dos jóvenes errantes son tan culpables como sus padres, como todos los hombres.


Tráiler del cortometraje El Edén:


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