Por Camilo Villamizar Plazas
Nicolás Rincón Guille concluye su trilogía del Campo hablado con la magistral Noche herida, el retrato de Blanca, una mujer caldense que llegó a Ciudad Bolívar en Bogotá desplazada por la violencia y que con sus gestos y sus palabras permite al espectador dar un vistazo a las verdaderas consecuencias humanas y morales que el conflicto armado ha tenido en el país. Blanca se convierte así en un personaje icónico dentro del cine nacional, una mujer única e irrepetible y al mismo tiempo capaz de cargar con la fuerza de un arquetipo. Es así como Noche herida se perfila como mucho más que una simple película sobre una mujer desplazada, pues al mismo tiempo tiene la capacidad de dar cuenta del fenómeno del desplazamiento en su totalidad sin ningún tipo de disonancia.

El espectador que entre a ver esta película se encontrara con una obra audiovisual de una intimidad sobrecogedora. No cabe duda de que el gran mérito de Rincón radica en la relación que entabla entre él (mediado por la cámara) y Blanca. No se trata, como uno podría sospechar superficialmente, de una cámara que se vuelve invisible (una mosca en la pared), sino de una cámara que se vuelve cómplice de su personaje. Cada escena constituida por planos que son a su vez viñetas está evidentemente construida con una precisión tradicionalmente asociada al cine de ficción. Cada detalle dentro del cuadro está ubicado de tal forma que surja un orden simbólico y que aquello que está en el fuera de campo, aquello que no vemos, siempre se pueda presentir acechando los márgenes de la pantalla. La pólvora decembrina, los nietos que no vuelven a la hora señalada, las peleas domésticas de los vecinos, todas ellas insinuadas por fuera de la imagen gracias al preciso sonido de la película nos permiten entender que el pasado de violencia permanece aún presente en la vida de los personajes.